Nadie puede adjudicarse el monopolio del trabajo voluntario. Se piensa que la iglesia no está preparada técnicamente para atender los desastres ¡pero hace labor humanitaria desde hace 2000 años! Las iglesias tienen el plus de estar antes, durante y después de la tragedia. Entonces ese valor agregado debe ser considerado a la hora de pensar el rol de las iglesias y su capacitación en reducción de riesgos y atención de desastres. También es importante identificar las respuestas teológicas que nos damos como comunidades de fe ante catástrofes. En la historia de Noé y en el relato de Sodoma y Gomorra podemos ver el desastre como una manifestación de la misericordia, donde Dios devuelve a los fieles a su justicia. Dios permite que opere los mecanismos naturales porque ama a toda la creación, y esa creación es contínua, inacabada: así los seres humanos se ven obligados a prepararse, mitigar y mantener el equilibrio que debe existir. El desastre nos exige actuar, antes durante y después de su acontecimiento, cuidándonos uno a otros.
En 2016 un tornado atraviesa la ciudad de Dolores en Uruguay. El templo de la Iglesia Evangélica Valdense fue destruido por el mismo, junto a centenares de casas, comercios y graneros. Quienes atraviesan la experiencia y sobrevive al desastre, atraviesan el proceso de duelo material y simbólico. Una comunidad de fe que pierde su espacio de adoración y se vuelve a la tarea diacónica tras una situación de desastre. “Buscar el Reino de Dios que lo demás vendrá por añadidura”: las redes de ayuda se hicieron presentes enseguida, pero identificar prioridades, valorar dones y equiparse de las herramientas técnicas necesarias se vuelve imperioso en el proceso comunitario de reconstrucción de la ciudad. Organizar la ayuda y repensar la acción de la iglesia en la comunidad, su nexo con otras organizaciones humanitarias. Y luego, las formas de construir y habitar la memoria, para que la gestión de riesgos viva también en la significación de la experiencia del desastre por parte de las generaciones futuras.
Desde 1995 ACT internacional funciona como red de ayuda humanitaria entre organizaciones basadas en la fe para la atención de catástrofes. Pero la atención requiere también de prevención, allí se debe poner el énfasis para comprender que los desastres no son “naturales”, sino social e históricamente construidos. Es la fase final de condiciones que involucran las amenazas, vulnerabilidades y capacidades de un territorio habitado. Aunque las consecuencias no solo son para las personas, sino también para el entorno. La actual crisis climática, por ejemplo, generada por el modelo económico extractivista, es fuente de la exacerbación de fenómenos meteorológicos que en muchos rincones de nuestro continente terminan conformando desastres humanitarios. La apuesta de las iglesias es a formarse en gestión de riesgos, involucrándose en los sistemas de atención ante catástrofes en su territorio.
Es necesario cuestionarnos como creyentes cuando vemos que nuestras iglesias son insensibles ante las situaciones de los migrantes. Desde la experiencia de El Salvador, un país de origen de personas migrantes que van hacia el norte del continente, se construyen estrategias comunes con gobierno y demás organizaciones sociales y humanitarias, para pensar de forma integral la migración y acompañar, particularmente, a quienes retornan al país, y buscando atacar las causas que motivan a que personas se vean forzadas a migrar. El sufrimiento y el dolor al que se exponen quienes inician estas travesías constituyen un clamor que nos recuerda la historia de persecución del pueblo de Israel y de seguidores de Jesús. Debemos motivar y sensibilizar grupos de trabajo en nuestras comunidades locales, para acoger y acompañar de puertas abiertas a quienes deben desplazarse de sus tierras. Somos iglesia migrante en camino a nuestro verdadero hogar, la promesa del Reino.
Cada año cruzan por México 470.000 personas rumbo a Estados Unidos, provenientes de Centroamérica. México pasó de ser lugar de origen de la migración, a lugar de tránsito pero también, de destino, de deportados y de migrantes directos. Particularmente tras los endurecimientos en la frontera del Río Bravo los últimos años, también por causa de la pandemia. Hay personas que están 2 años migrando, en la ruta a la “tierra prometida” de América del Norte. Encontramos en el relato bíblico de Ruth 1:1-5, la historia de migración de Noemí y su familia, quienes deben escapar de su tierra a causa del hambre. Allí Ruth se compromete “hasta las últimas consecuencias” en la travesía y las consecuencias de quien debe migrar, siendo la redentora (Goel) trayendo esperanza y nueva vida. La experiencia de iglesias luteranas que crearon una red de apoyo para acompañar en México y Centroamérica a quienes migran.
Las migraciones forzadas representan en la actualidad más de 80 millones de personas, el doble que hace 10 años. A esto debe sumarse que por la pandemia entre 2020-2021, 168 países cerraron sus fronteras. Esto demuestra cómo la pandemia sumió en una mayor vulnerabilidad a las personas migrantes, quienes además de la xenofobia y la acusación por robo de empleo, se suma la de portar el virus. Las personas refugiadas por otra parte, quienes son perseguidas en sus lugares de origen, también vieron limitados sus derechos durante la pandemia. Pero la población migrante sigue en aumento. Organismos ecuménicos como CAREF promueven la visión de la hospitalidad incondicional por parte de las iglesias, que deben ser puntos de refugio y acogida.
La importancia de trabajar lecturas liberadoras de la Biblia se hizo presente en las prácticas de vinculación en red de mujeres cristianas que buscaban sostener los espacios de adoración, y encontraron el sustento para denunciar su situación de violencia. Aún a pesar de celulares confiscados o de deber informar que se participaría “en silencio” de la sesión por miedo a consecuencias, la recuperación de personajes femeninos víctimas de violencia invitan a repensar constantemente el lugar de las mujeres en las comunidades de fe y la defensa de su integridad física y mental. “Quedate en casa” no estaba funcionando para muchas mujeres. Los cuerpos femeninos presentes en la Biblia, sometidos a sistemas patriarcales, encuentran su voz en el diálogo con Dios y piden la fuerza para actuar a favor propio, ruegan por su integridad. Y Dios responde como en el caso de Ana, quien da nombre a su hijo Samuel: el cuerpo dominado de la mujer pasa a ser lugar de enunciación.
En 2016 el plebiscito sobre el Acuerdo de Paz entre FARC y Estado colombiano fracasó sobre todo porque fue un acuerdo que se construyó con perspectiva de género: se reconocían a las mujeres como víctimas directas e indirectas y a comunidades LGBTI+. Esto fue blanco del discurso fundamentalista de iglesias y sociedad, que veían un ataque a la familia tradicional. El resultado dificultó la aplicación de un enfoque que ayude a relevar las violencias que sufren las mujeres. En el marco de la pandemia, los femicidios aumentaron y mujeres pasaron a estar 24/7 con su agresor. En este contexto las iglesias deben pensar una relectura de su misión en base a hermenéuticas con perspectiva de género. Las mujeres de fe deben participar del movimiento social, hacer entender que las violencias de género también constituyen una pandemia.
En el pasaje bíblico sobre las hijas de Zelofehad vemos a Dios siendo consultado sobre una cuestión de género y pronunciándose a favor de las mujeres. Todas las veces que encontramos situaciones de injusticia de género en la Biblia, no se trata de consultas, sino hombres que se sienten con una autoridad superior porque Dios es masculinizado. Debemos predicar y recordar desde la educación bíblica de las y los pequeños, que la mujer es imagen y semejanza de Dios, tanto como el varón. Debemos hablar y predicar la figura materna de Dios, dadora de vida, que cría y cuida de hijas e hijos. Y debemos formar a nuestras pastoras y liderazgos en prevención y atención de la violencia de género, en identificar signos de violencia familiar, en hablar de esta temática y permitir a los varones de las comunidades trabajar su afectividad. Callar es garantizar la continuidad de la violencia.
Desde el Sínodo de la Amazonía y la encíclica Laudato si’, vemos un avance en la comprensión de nuestra relación con la naturaleza no de forma dualista, sino entendiéndonos como parte de un todo al que Dios creó. Esta dimensión de la espiritualidad nos exige un discernimiento de lo que se manifiesta como justicia divina: es parte integral de la justicia ambiental, social y cultural. El covid puso de manifiesto que no podemos seguir con nuestro estilo de vida y sobre todo, seguir destruyendo la biodiversidad a través de la deforestación de la Amazonía: esto lleva a virus y bacterias a migrar de sus biomas destruidos y a causar pandemias globales. Se suma la falta de agua potable a causa de la crisis climática, por lo que es necesario un pacto mundial para pasar de una cultura del extractivismo a una cultura del cuidado de la casa común. Nadie se salva solo en este tiempo crítico, somos comunión con la creación.